sábado, 21 de marzo de 2020


ENTRE EN MITO, LA HISTORIA Y LA POESÍA EN LOS NUEVOS ANDES Viktor K. Pelman
«El poeta y el historiador se distinguen en que el historiador cuenta los sucesos que realmente han acaecido y el poeta los que podrían acaecer. Por eso la Poesía es más filosófica que la Historia y tiene un carácter más elevado que ella» (Luis Alberto de cuenca) Aristóteles, en el capítulo 9 de su Poética, escribe acerca de la Historia y la Poesía: «La misión del poeta no es tanto contar las cosas que realmente han sucedido cuanto narrar aquellas cosas que podrían haberlo hecho de acuerdo con la verosimilitud o la necesidad. El poeta y el historiador se distinguen en que el historiador cuenta los sucesos que realmente han acaecido, y el poeta los que podrían acaecer. Por eso la Poesía es más filosófica que la Historia y tiene un carácter más elevado que ella, ya que la Poesía cuenta sobre todo lo general, y la Historia lo particular». Una primera precisión aclaratoria sería afirmar que la auténtica Poesía era para los antiguos griegos “la Épica”, al contrario de lo que ocurre hoy, en que la gente identifica la poesía con “la Lírica”. No puedo estar más de acuerdo con los antiguos griegos a la hora de identificar la verdadera Poesía con la Épica, emanada directamente de lo que los románticos alemanes llamaban Volksgeist (espíritu nacional o espíritu del pueblo), esa palabra iluminada e iluminadora donde las haya y de tan poco uso, por desgracia, en la actualidad. En cualquier caso después de las invectivas de Platón contra los poetas, y en particular contra Homero, a cuenta de la presunta toma de partido de este y de los poetas cíclicos a favor de la mentira y en contra de la verdad postulada por los filósofos, venga Aristóteles a decirnos que Filosofía y Poesía no son en absoluto enemigas, ni tan siquiera contradictorias, y que la Poesía se sitúa en el plano de lo general y se acoge en su actuación a categorías normativas como la verosimilitud y la necesidad. Eso es justamente lo que las vanguardias, desde comienzos del siglo pasado, han negado a la Poesía, ubicándola en el limbo gratuito de lo absurdo y lo prescindible, y, por si fuera poco, tiñéndola de un tinte metafísico que la aleja de la realidad, que es donde habita y debe habitar, codo con codo con la Historia, de la que se distingue solamente, según Aristóteles, por tratar la Poesía de lo general y la Historia de lo particular, que viene a ser, en esta ocasión, bien poca diferencia entre ambas. Tres ejemplos en los que Poesía e Historia dialogan de una forma especialmente subyugante son la Epopeya de Gilgamesh, suma y síntesis de la cultura mesopotámica, y dos poemas de no reciente catadura, Esperando a los bárbaros, del alejandrino Constantin Cavafis (1863-1933), y Lepanto, de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), el poema más alto que produjo «la más alta ocasión que vieron los siglos», al decir de Cervantes. En el Perú, ni en Latinoamérica (visiblemente) no existe esa tradición, y al manifestar eso, me refiero a que la historia y la poesía no han logrado en el ejercicio poético un diálogo en el imaginario de los poetas, no, por lo menos visiblemente desde la aparición de la poesía con tema mitológico nacional inaugurado en “Los Dioses” por el también peruano Omar Aramayo (y que además recientemente ha volcado todo su dominio imaginativo en ese monumento de novela épica que es “Los Tupac Amaru”), y mucho menos alguien puede reclamar esa paternidad, la fusión entre poesía e historia no se ha dado sino a trancos tímidos, pues su presencia sería espina lacerante en un periodo en el que los medios de persuasión están abocados a quitarle humanidad y memoria a los seres humanos, verdadero caso excepcional en las latitudes de América Latina. El manejo del lenguaje es una invectiva esencial para lograr que un texto alcance la calidad que la eleve a ser considerada “literatura”, algo que muy pocos escritores consiguen, a pesar que los medios y la industria nos presenten textos de “escritores” que supuestamente habrían logrado un sitial en el canon literario.
Existen hermosas imágenes en los textos coloniales tempranos donde se nos presentan a los dioses andinos, a la geografía latente; sin embargo, después de ese periodo no se ha hecho el esfuerzo de presentarnos en una reescritura literaria esos bellos mitos, trabajo que ha sido efectuado, sobre la literatura de las grandes culturas, por filólogos de presencia y prestigio internacional, y que por mucho ha servido para formar la conciencia y el orgullo nacional; quizá ese descuido ha hecho que en el caso latinoamericano y peruano en especial, los temas de esta referencia hayan sido subvaluados, claro, sin dejar del lado al solitario trabajo de José María Arguedas, además de genuino antropólogo dotado poeta. Paralelamente, en el momento en que se constituyen los grandes imperios agrarios en el Oriente Próximo, la gran literatura que parte de los mitos y de la historia, y que siempre regresa a ellos, comienza a desarrollarse de una manera espectacular, hasta el punto que pudiera decirse que en ciertas joyas de las letras mesopotámicas, como el Diálogo del pesimismo, el Descenso de Ishtar a los Infiernos o la Epopeya de Gilgamesh, está prefigurada toda la literatura posterior, al helénico modo en que Atenea nació completamente armada de la cabeza de su padre Zeus. La Epopeya de Gilgamesh nos cuenta las hazañas de un rey de Uruk, Gilgamesh, quien, espantado ante la certeza de la muerte, parte en busca de la inmortalidad al país donde vive Utnapishtim, el Noé mesopotámico, la única persona capaz de transmitirle el secreto de la vida eterna. Fracasará, como es lógico, y volverá a casa con la sensación de que el hombre no debe competir con los dioses y sí, en cambio, aceptar su condición mortal. Entretanto, las doce tablillas que han conservado su historia nos han hecho vibrar con su bellísimo lenguaje, inaugurando la literatura y trasladando a la posteridad el poderío estético e imaginativo de la civilización que las alumbró, alma mater indiscutible de cuanto vino después, desde Homero hasta nuestros días. Qué ajena se ha mantenido a ese avance avasallador la literatura peruana, no por su riqueza, sino por el descuido de sus exponentes, de sus académicos, quienes han preferido sepultar esa riquísima veta para proponer un canon leproso cimentado en una falsa tradición. No ha ocurrido lo mismo con el enorme esfuerzo de sus historiadores y arqueólogos, que han sabido recuperar para la humanidad los grandes monumentos materiales de esas avanzadas culturas. Escribo esta breve nota con la emoción que me alberga el recibir tres textos: Los Dioses y Los Tupac Amaru (del ya mencionado Omar Aramayo) y un breve, sustancioso y cálido libro, Viaje a la Libertad (de José Luis Velásquez); los dos primeros libros de un poeta peruano mayor, que debe, sin lugar a dudas, ser considerado como una voz alta de la literatura latinoamericana, rica en su lenguaje que es cordón umbilical con el origen mítico de los primeros tiempos; y el tercer libro, de un poeta en ascenso, que ha logrado ya un dominio pleno del lenguaje poético, el futuro nos dirá que el pasado histórico y el mito en la poesía tienen más valor que cualquier ejercicio temperamental.
Hay una veta oculta en los andes, su riqueza espiritual, ejercicio sagrado de la memoria ancestral que ha sido develada en los textos que comento, algo que me recuerda a Cavafis, ese poeta moderno de la tradición griega, que compuso en 1904 su poema “Esperando a los bárbaros”, cuyo escéptico contenido hoy, más de cien años después, continúa vigente tras el derrumbe de las utopías totalitarias. Es, sin duda, uno de las más hermosas muestras de la poesía del poeta alejandrino y confirma de modo contundente el enorme interés que suscitaba en él la Historia y el pasado mítico: «Muchos poetas —escribió— son exclusivamente poetas… Yo soy un poeta-historiador. Nunca podría escribir una novela o un drama, pero oigo dentro de mí ciento veinticinco voces que me dicen que podría escribir Historia». Más que un poema propiamente histórico, Esperando a los bárbaros es una parábola. Pero ¡cuánto conocimiento de la historiografía!, y en concreto de las fuentes antiguas que nos informan acerca de los últimos siglos del Imperio Romano, destila la pieza. Eso he encontrado en Los Tupac Amaru, cuánto conocimiento de las fuentes historiográficas, de las formas sociales, de la geografía de los andes, esa forma de construir y ascender a cada personaje con el lenguaje, es un signo elemental que solo poseen los poetas de primera línea, he aquí esa voz mayor. La cosa no queda ahí, la epopeya de Los Tupac Amaru es también comparable a la obra de Chesterton, un inglés, quien compusiera el poema «canónico», el más vibrante, intenso y emotivo de todos los escritos sobre la batalla de Lepanto. Y la tarea no era fácil, pues el combate naval que enfrentó, el 7 de octubre de 1571, al Imperio Otomano con la Liga Santa cristiana. Pocas veces la realidad histórica y la ficción literaria se funden de manera tan armoniosa y sugestiva como en el crisol de Lepanto y Los Tupac Amaru, a mayor gloria de su autor, de la Poesía y de la Historia. En la misma vera se halla Viaje a la libertad, de Velásquez, poema vibrante, telúrico y doloroso, La forma cavafiana de hacer Historia, de escribir Historia, es incluirla en sus poemas de carácter histórico, basados en personajes del mundo clásico, y en este caso el poetizar sobra la vida un revolucionario por los derechos humanos, la vida del liberal Juan Bustamante, por mucho padre de los indigenistas latinoamericanos; pero también, y sobre todo, en figuras pertenecientes a la decadencia de ese mundo, incluyendo el siempre fascinante siglo XIX.

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