miércoles, 7 de octubre de 2009

La cultura de la muerte




José Luis Velásquez Garambel



Cuando autoridades como los alcaldes de Ayapata e Ituata, algún congresista y mucha gente movida por la necesidad de un futuro mejor en una sociedad tan inestable como la peruana se enfrentan sin la mediación de ley alguna y con la saña de la muerte y toda trasgresión de la cultura humanitaria, definitivamente uno no puede taparse los ojos y los labios, y castrar toda indignación que nazca de los hechos ocurridos en Chacayaje (Carabaya - Puno).


El problema de la delimitación territorial internacional, regional, provincial y hasta comunal pueden llevar a verdaderos extremos, recordemos, en el período de Fujimori nos vimos en medio de un conflicto bélico que costó muchas vidas en las fronteras con el Ecuador, actualmente en la Región de Puno se están dando problemas como los de Pasto Grande (los conflictos entre Puno y Moquegua), en la selva puneña Limbani y Phara; el conflicto entre peruanos, entre puneños muestran la gran fragilidad de nuestra cultura, las enormes diferencias de intereses, y sobre todo la incapacidad de resolver conflictos por parte de la sociedad y del estado independientemente.
¿De dónde nace esa forma de reacción como la de los asesinos en Chacayaje? ¿Cómo es que se puede castigar al cuerpo después de la muerte? Sin duda somos testigos de los complejos procesos del cómo una sociedad ejerce el poder, al no encontrar un canal comunicativo y sobrepone sus intereses por encima de la vida humana. Michael Foucault en Vigilar y Castigar relata un hecho que tiene que ver cómo la sociedad puede llegar a disfrutar de los castigos y de la muerte de quien está siendo torturado físicamente: “Damiens_ un parricida_ fue condenado (…) se le vertió plomo derretido sobre las partes atenazadas, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidas juntamente y acontinuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento” (la descripción del castigo es larga y cruel, de hecho más de veinte páginas), el castigo sobre el cuerpo es la forma más terrible de castigar, “en el saso de Chacayaje se trata de conflictos de intereses, entre comuneros que se dedican a la actividad minera, por una veta rica de oro que desean explotar para sí.



El tema de la violencia entre mineros no es nuevo, hace 20 años en el distrito de Ollachea se encontraron cuerpos de mineros degollados, una escena escabrosa que hace que el espíritu se erice y abandone el cuerpo del hombre por pura indignación, ni la policía ni ningún otro órgano jurisdiccional hizo nada por esclarecer los hechos. Los conflictos por el oro han causado innumerables tragedias y muertes entre quienes se dedican a la explotación de este mineral, que para algunos significa una forma de subsistencia; para otros perversión, muerte y el consecutivo incremento de la ideología del mal, una “cultura de la muerte” como lo habría dicho Baudrillard, producto de una “libertad perversa”, aquella que nos confiere “poder absoluto sobre los demás y en contra de los demás”, y de la cual resulta lo macabro y a la que grandes sectores de la opinión pública justifican con la llamada desatención estatal, con la falta de capacidad de las autoridades para solucionar conflictos que más tarde originan crímenes contra la vida en nombre de la libertad individual y de un supuesto mejoramiento en la calidad de vida.



El origen de esta “libertad perversa” se encuentra en una concepción de la libertad que “exalta al individuo aislado de forma absoluta y no da cabida a la solidaridad ni a la apertura y el servicio hacia los demás”. En donde el interés personal o de grupo pesa más que la vida de “los otros”. Así el minero formal e informal (y con ella la minera), se ha contagiado de la patología generalizada de la ambición y poder desmesurado, y para ello corrompe, mata, destruye y funge de crear desarrollo, esperanza de vida.



La imagen de los asesinatos consecutivos en los diversos centros mineros son la sola muestra del tipo de cultura que se va generalizando en nuestra sociedad, verdadero antro de prostitución de ideologías del mal. Al parecer avaladas por las instituciones del estado, por los intereses de grupo, y por la legalidad que se les otorga en los órganos correspondientes. Así la imagen de Carabaya (en sus centros mineros informales), de la Rinconada, es y al parecer seguirá siendo el rostro de la prostitución, del asesinato, la trata de personas y de crímenes como los ocurridos en Ituata - Carabaya si la autoridad, el estado y el sentido humano no intervienen.



Al parecer a sus pobladores, a los comuneros, a quienes se dedican a estas actividades no les llama la atención el que ocurran este tipo de hechos, estas tragedias se han hecho parte de su cultura y de su ideología y para ellos se ha convertido en “normales”, ¿qué ocurrirá si esto se sigue propalando más? ¿No fue suficiente con Ilave? ¿No bastan los linchamientos? ¿No produce hedor toda la corrupción que existe en los diversos organismos estatales? ¿No indigna la desatención del gobierno?



Parece que este no es país de la maravilla como se pensaba sino del aprecio hacia lo macabro, a lo inhumano y de las falsas declaraciones. Ante todo esto, mejor será que lancemos vivas por el asesinato y la desidia. Eduquemos a nuestros hijos para emular a los asesinos, matemos todo cuanto existe y terminemos por instaurar la cultura del horror.



Ahora se sabe lo que muchas autoridades quisieron callar, sí hay muertes y escenas y fotografías que llenan de indignación a todo ser que goza de humanidad. ¿Qué pretenderán hacer ahora nuestras autoridades? ¿Aprovecharan el dolor como una cortina de humo?



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