lunes, 14 de septiembre de 2009

HOMILIA DE KHORI CHALLWA


fotografía encontrada entres los archivos familiares por Pedro Pineda Aragón y cedida para la edición de un afiche conmemorativo en homenaje a Gamaliel Churata, en la foto se hallan el autor de El Pez de Oro junto a sus hijos Teófano y Quemensa, en el 2007. evento organizado por Samuel Ayma Flores, Hernry Esteba y el que suscribe esta nota, en ella se dieron ponencias y recitales de poesía: participaron además Walter Paz Quispe Santos, Rafael Vallenas Gaona, Luis Rodríguez Castillo, Ruben Soto, Bladimiro Centeno Herrera, Luis Pacho, entre otros.





GAMALIEL CHURATA (*)


Moscopa yana pachachahuan, pampascani callampata sapallotani paquini moscuypi.
Me enterraron con mortaja negra, he viso crecer hongos, he partido calabazas en sueños.

(Onirólogos Incaicos).

HAYLLI

Maduro tu colmillo, maduras las espigas, Kkori –Puma; enciendan tus gruñidos su hoguera de Wiphalas. Dirás que todo esto es trino sólo y como trino con que arde su caverna ni comienza ni acaba.

Por lo que en estos cuentos, si no fábulas, o mágicas del Laykakuy, de ti diga y de tu lado, lo que de ambos haya escrito hasta acá, o escriba en días venideros, ¿a quién pediré perdón, Kkori-Challwa, sino a ti, si soy lerdo, y cojo, y manco, y como nadie conozco que arremeto en kharkas para horadar en quienes me falta cincel aunque pulsos no me falten? Pero un manco como pocos picapedrero: don Miguel de Cervantes y Saavedra, lego de aulas y de órdenes, me enseñó que cojo, manco y lego cuando el corazón se inflama en Inka, hasta los sandios para entender se tornan sabios y esculpen los que se atreven al granito con las yemas; que allí los mancos no manquean y los cojos vuelan… Cómo están de su eufonía ufanas las Khellkas de ese varón no manco. Y cómo es de generosa su manquera, si los kuikos americanos escribimos al modo siniestro a merced de la mano que allá los suyos le cortaron.

En las letras, en la palabra, que se compone de letras, en el lenguaje que se edifica con palabras, si escritas, se contiene el órgano de expresión de una literatura; por lo que el punto de partida de toda literatura (y de todo hombre) está en el idioma que la sustancia. Los americanos no tenemos literatura, filosofía, derecho de gentes, derecho público, que no sean los contenidos en los idiomas vernáculos, ninguna literatura escrita y sólo leyendas en literatura vocal, ciencia hablada, que se guardaron mediante wayrurus, chispas de oro, khachinas de ónix, encantadora simbología y nemotecnia que empleaba los harawikus para representar sus epopeyas en los grandes días cívicos del Inkario y conservar así las creaciones específicamente literarias, -bobez aparte- en que no fue raquítico el ingenio de sus poetas y filósofos. El caso es que nos empeñamos en tenerla valiéndonos de una lengua no kuika: la hispana. Y en ella borroneamos “como indios”, aunque no en indio, que es cosa distinta. Y aún así esto será posible sólo si resultamos capaces de hacer del español –solución provisional y aleatoria- lo que el español hizo de nosotros: mestizos –para España también aleatoria y provisional solución-. Pero un mestizo puede germinar en nueve meses y salirse toreando. Un idioma no. Los idiomas vienen de un tiempo de trino: el de lactancia del Pithencantropo; se mezclaron después, contendieron con voces a ellos ajenas, asimilaron unas, chakcháronlas, escupieron otras, en fin, las amañaron a la índole de su gorjeo y a la idiosincrasia de sus medios lonríngeos en no pocos siglos.

Cuando el Inka Gracilazo, mestizo que fue de Palla y de segundón de los Duques de Feria e Infantado, escribió sus inmortales epopeyas, él que pudo y debió hacerlo en kheswa, empleó, ¡y con qué gracia teresiana!, el idioma de su padre, ya condenó el de su madre a una interdicción punto menos que fatal.

Dice en las “Advertencias” de sus “Comentarios Reales”.

“Para que se entienda mejor lo que, con el favor divino, hubiéramos de escribir en esta historia, porque en ella hemos decir muchos nombres de la lengua general del Perú, será bien dar algunas advertencias de ella”.

Advertencias que sólo nos advierten del inadvertimiento del gallardo escritor cuzqueños; pues la manera señoril de advertir a España de las galanuras de su madre, era escribir en su lengua, que es melodiosa y fina, según él como pocos la encarece.

Y agrega:

“Para atajar la corrupción (la de trocar unas por otras letras, vicio en que los españoles incurrían a paso cuando escribían la Runa- Simi), me sea lícito, pues soy indio que en esta historia yo escriba como indio con las mismas letras que tales dicciones se deben escribir”.

Lo penos es que estos “atajamientos” muestran lo atajado que Garcilaso llevaba al indio que mal plañe en su rico romance su pobreza y escogimiento.

Y esto aún:

“… que cierto es lástima que se pierda o corrompa (el kheswa), siendo una lengua tan galana”.

¿Y quiénes, si no él, si no Valera, si no el indio Choquehuanca, que a poco de someterse a la férula de los amos escribieron con brillo, con gracia, con sentido arquitectural, el hispano, los llamados a evitar el naufragio? Galana es el habla maternal de Garcilaso, y más que galana, pródiga en contenidos expresionales, de idiostenia tan filosófica, pictórica o musical, como lo autorizan quienes tuvieron, o tienen, el privilegio de su posesión, si los mismos que apenas la sentimos en el gusto a saliva onírica, comprobamos cómo es ella lo que se nos amputó del alma sabiendo que así se nos privaría de una maternidad idiomática.

Cuánto no será si el sabio Domingo Mossi afirma en su monumental Diccionario Sintético haber hecho viaje de Roma a los Charcas exclusivamente por el gusto de predicarla, si la tiene por una de las lenguas más expresivas y ricas, tan dócil a la ternura, como generosa y mayestática para las concepciones superiores. Así mismo estima que se conserva con mayor causalidad y pureza en los Charcas del Alto Perú que en el mismo solio del Inkario; lo que tenemos que admitirle, si Mossi además de autor de una Gramática Kheswa dedicó al estudio de este idioma su vida y sabiduría que no fueron cortas. De paso anotemos tales estupendas revelaciones que el historicismo no ha olisqueado, si nada confirman como no sea el contenido sustancioso de la política del Inka, el cual, cuando colonizaba, si absorbía un pueblo era para hacerse absorber por él en el grado ése en que el colono acaba en representativo categorial de su espíritu. Nada hay semejante a lo largo de la historia humana…

¿Qué fenómeno importa entonces la isla aymara para las consecuencias trascendentales del inkaísmo? ¿A qué factores se debe su resistencia al dominio kheswa en el orden idiomático? Se quiere sostener que el Inka nada hizo por suprimirlo, si, más bien, procuró su supervivencia en razón de ser su idioma materno. Aymaristas hay que ven en sus rudos y pétreo vestigios el eslabón de los idiomas modernos y no pocos sostienen que el kheswa es más que dialecto suyo. Si el aymara , o kolla, es idioma por lo menos tan rico que cualquier otro de su edad, es cuestión que fácilmente se descubre en la excelencia de los trabajos que de él ha dejado Bertonio (para no citar otros) o el estudio tudesco y por tanto racionalista de Middendorf.

En todo caso, uno y el otro para la realidad anímica del americano de América juega el papel del latín y el griego para los grecorromanos; son lenguas depositarias no en este caso de sabiduría clásica, sí de un sentimiento clásico de la naturaleza, de cultura biogenética; por lo que es muy importante y sugestivo comprobar que tanto en el Perú como en Bolivia suscitan preocupaciones jerárquicas que nada tardarán en convertirse en política y estética para sus pueblos.

Tentación como la de Mossi acometiera al Inka Garcilaso y si alguna le acometió supo hacerse más hispano que ella, de manera que sotana y chullpa-tullo en uno se quedó en Córdova, revelando sólo que la primera naturaleza del injerto no habría de ser tanto el esteta como el pongo, el portero de la casa señorial en quien los señores no tuvieron albardero sino al simio antropomorfo que por esos día los naturalistas exhibían como antecesor del hombre. A prestar pongueaje al Rey de España se marchara a las Cortes echando al desgaire el solar nativo con actitud que no explican y mal encubren sus reiteradas nostalgias y su no muy simpática quejumbre. Que la materia misma de su alegado se trocara en la fusta que el mundo anglojacobino hizo restallar en los pecados de España, bien que no por que él se supiera libre de otros semejantes, cuanto porque así aceleraba su liberación dentro de la órbita de sus intereses, casi resulta ajeno a las intenciones del Inka. Y acá bien se puede parafrasear a Quintana, diciendo: Culpa fue del pecado y no del Inka Gracilazo.

Lo cierto es que estas lenguas, que al último revelan ligámenes de una pérdida unidad, han sido cultivadas con otro propósito que el catequista, y en qué gigantesca magnitud en la Colonia; por clérigos protestantes hoy. Clorinda Matto de Turner y Vicente Pazos Kanki, criolla kheswa e indio aymara, tradujeron algunos evangelios con la misma finalidad, pudiendo, pese a su erizada polémica liberal, o por ella misma, dejarnos algunos cuadernillos en lengua americana, que ellos les salvaran del enanismo que en tanta medida nos es propio a los mestizos metidos a estilistas hispanos.

A lo largo de la guerra española contra España por la emancipación de la América criolla, y en las grescas conventuales lo mismo, se las usaron en pasquines que se adherían a las puertas de las iglesias, o esquinas de los poblados; todavía los resplandores de su prelacía se manifiesta en Ollantay, que un cura sicuaneño descubrió, o adobó, con todos los condimentos hispánicos del caballero valiente y enamorado que enfrenta sacrilegios; pero en el cual, así y todo, es dable encontrar el espíritu de una dramática con patria, de un cosmos literario. Después… dos o tres generosos atropellos, ¡y el viento! El viento que sólo en los días que corren vuelve a henchirse de gérmenes, pues afloran con un mensaje que sería insólito sino fuera deslumbrante, poetas cuzqueños, bolivianos, puneños, ayacuchanos, ecuatorianos, en quienes es forzoso identificar el renacimiento de la mentalidad poética del Tawantinsuyu; y en razón no de entusiasmos esporádicos sí por acentuación de valores germinales del alma americana. Estos harawikus ya no persiguen interpretar al indio, buscan expresarlos, y expresarlo en ellos, puesto que toda surgencia estética debe contenerse en ego. Y es preciso que la voz india adquiera vigencia porque haya llegado la decisión fatal de su victoria sobre los elementos negativos que la soterraron. A poco que estos fenómenos sean estudiados en planos vitales y la crítica literaria pueda servir del testimonio objetivo del alma humana, se establecerá ley por la cual todo injerto de la ahayu, (alma colectiva) supone, en período cíclico, la expulsión de los factores que determinaron su inhibición.

Los signos de éste, no para todos sorpresivo, fenómeno, incuban en los primeros años de la Conquista. Y uno de ellos es la tendencia a la amestización del hispano, ya en manos del indio alfabeto o del mismo fraile conversor. En 1536, un hijo de Hipona, trabaja ya, y piensa, que es lo más insólito, en un cerebro entreverado: no hay otra forma de caracterizarle.

“Inmaculada Virgen y Madre de Dios, y de los creyentes; y, como a real y verdadera Wiñay Cusiatha y Kotakhanaway y Titikaka de los Arusayas del Inti-llampu en su Apupu-Wakawy del Tawantinsuyo. A la cual, divina Reyna del tiempo y de la eternidad, sea el sin fin: ¡Ilillu! ¡llally! ¡Iyau!”.

De la multitud de tales mestizos arrumacos, típicamente colonistas, pues, aunque espiritualmente colonidas no cometemos ya, podría hacerse interesante y voluminosa colección o breviario, y más interesante exégesis del proceso. Bertonio en Juli y Morúa en Capachica, y tantos catequistas, y jesuitas en competencia con dominicos, rivalizaron en el empleo de las lenguas indígenas para las finalidades de las impacientes levas parroquiales, e hicieron verdaderas filigranas en prez de la Virgen Madre, indianizándola, como en muchos puntos del territorio colonial se comprueba, y se magnifica en Copacabana, santuario labrado a voto de un indio cuzqueño de estirpe orejona. Y esto, y gramáticas, y lexicones, y cartillas, revelan el orden severo con que cumplían su deber. Que el P. Rivadeneira, o el P. Láinez, como Generales de los soldados de Iñigo, impusieran el conocimiento del idioma indígena, sine qua non para la tonsura del misionero, ya revela en qué grado los frailes concedían importancia al idioma como único medio de llegar a la mentalidad del catecúmeno y cuanta elasticidad para adoctrinarlo empleaban, si allí donde habían de establecerse –y es a los jesuitas a quienes mayor mérito tiene que reconocérseles -, no solamente conservaban los regímenes sociales del trabajo y la tributación si llegaron a admitir junto al sagrario las formas ancestrales de ritos animistas y hasta diabolistas en el culto a los muertos; osada maniobra destinada a penetrar por métodos psicológicos en la conciencia “del bárbaro”, conduciéndole a venerar en sus grandes mitos los símbolos del cristianismo. Los resultados fueron negativos –son ahora mismo: el indio seguirá fiel a los reclamos de la tierra. Es así que, sin percibir la hondura del hecho, el conversor acabará convertido, y cuando quiera elevar preces a la Divina Madre por cuenta de sus deliquios, la hablará en indio, e invocará a los sirpas y achachilas de las montañas y de los légamos. Finalmente, la matrona davidica se confesará india, y en manos de Yupanki, su escultor cinegético, habrá de transmutar el color.

Elake: ya es la Virgen de llokallas y tawakus, la que bien parió la Guagua de los cenisañas. Pero, tras de los ruborosos ayrampus hallaremos el grandioso mito de la Mamata, espasmo germinal del surco que no solamente se da en los frutos primiciales sino que se vuelca en la sangre de los runahakes, se matrimonia con el doncel garrido y, finalmente, tras haberle regalado su provecta virginidad retorna al seno prolífico de la Pachamama.

Por la misma ineficacia de su acción, manifiesta a poco que se desee saberlo, es de justicia reconocer a los frailes que sin aún quedan napas idiomáticas y cierta indignidad ceremonial en la América de los burgos, se debe a que fueron ellos los únicos que cultivaron sistemáticamente las lenguas aborígenes, su coreografía, su música. Es no poco expresivo para el enjuiciamiento de los valores de la Emancipación Americana, considerar que a poco de fundada la Universidad de San Marcos de la ciudad de los Virreyes, se hubiese creado cátedra para el estudio del kheswa… ¿Con qué finalidad? Con la de escupirnos en el rostro a los libertadores de América; si han tenido que venir a lomo de asno varios siglos para que esa misma Universidad la restituyera!

Convengamos que acá no se manifiesta la fusión de dos sangres, pero es inevitable constatar la fusión de dos espíritu en un plano de categorías mentales. Garcilaso se decide a escribir “como indio”, mientas el fraile español lo hace en indio. La actitud del Inka revelaría que en él contienden los gérmenes indoespañoles con evidente subalternidad de “lo indio”, lo que a no poco constituiría la encrucijada del mestizo; la del español el fisocrático “imperio de la naturaleza” de que hablara Bolívar. Y más que eso aún: el imperio de la ahayu americana por peso físico de una jerarquía cósmica. El catolicismo en los distritos del régimen incásico no es, ciertamente, tomista: es más afín con Plotino y Simón el Mago y sus teúrgias.

¿En tanto, el indio se mantiene leal al idioma lácteo persigue elevarlo a escritura, servirse de él para sus menesteres superiores o siquiera íntimos? No. El indio busca superar al mono antropoide que acabó colándose a las heráldicas del mestizo. Es en cholo que cholifica el español, puesto que es cosa patente que el cholo es indio, posee sus ataxias, y habla si no con la pureza traslativa del indio, con un genio del injerto que hace del romance de las plebes coloniales obra maestra del rringorrango. No nos hemos dedicados los historiadores de la Literatura Americana a observar estos fenómenos, que acaso ellos nos habrían atusado un poco las crinejas autonomistas. La historiografía del Inkario conserva un centón: Biblia le llamo yo. Es la Nueua Coronica del indio Tomás Huaman Poma Ayala Inka, extraordinaria personalidad sin valoración para este objeto hasta hoy, que si obliga al español a una hibridación pintoresca, su simplicidad resulta inquietante y sorpresiva. Huaman es un temperamento con sensibilidad estética, y si su “romance” encalabrina, como dibujante es –sé yo poco de estas cosas- algo digno de Gauguin o de Picasso, al menos es un artista de pulsos suprarrealistas sin venenos químicos.

La Nueua Coronica, además de importancia historiográfica tiene la de constituir testimonio escrito del proceso de amestizamiento del idioma de los Conquistadores.

A ojo ciego se lee en la Nueua Coronica:

“… y esta gente no sabía hazer ropas bestianse hojas de árboles y estera texido de paxa no sauia hazer casas, ueuian en cuevas y penascos, y todo su trauajo era adorar a dios –como el profeta abacuchy y dezias aci agrandes bozes: Sor, hasta cuando clamare y norias y dare bozes y no responderas; capac Sor huaynacaman caparisec mana huanihuanquicho”.

La Nueua Coronica sí es un alegato de “raza”; en ella hay la reacción vertebral de un pueblo que si bien se resigna a aceptar dioses foráneos, o hace como que los acepta, no consiente en ceder su sentimiento del cosmos. Se argüirá que el “español” de Huaman es tan imperfecto como el romance vulgar era entonces, que, por tanto, no tiene elementos por los cuales pueda juzgársele episodio filológico de interpretación. Si se estudia el romance curialesco de esos tiempos, en primer lugar no se encuentra en él la fonética kheswa de la Nueua Coronica y en segundo lugar que sus plebeyismos e índoles viles pertenecen a la generalizada rusticidad del demos colonial. En el indio no: hay una dialéctica idiomática y quien despotrica no es la chusma hispánica; es la gleba india. Los medios fonéticos y ortológicos con que sefarditas y marranos deformaban, por esos mismos tiempos, el romance, son exactamente iguales a los empleados por el indio americano; y el sefardita ni el marrano constituyeron la hez de la cultura hispánica.

Huaman encasqueta al español la fonética de su lengua, cárgale su acento grave, y emplea el kheswa a guisa de excrilogía latina. Que decidan los expertos en patrística si quien hace lo que Huaman con el kheswa no implica, casi, un problema cismático. No perseguía rivalizar con el teólogo, ciertamente; buscaba hablarse a sí mismo; hablar a su pueblo en ego. Amestiza el idioma del amo porque tiene mucha casta para entenderlo castizo.

De las cartas del caudillo aymara Tupak Khatari al brigadier Segurota durante el famoso cerco de La Paz (Bolivia), de 1872, fue bárbaramente amputada la “ortografía bárbara e indígena”; pero aún en la forma en que aparecen descubren la radical del proceso de hibridación idiomática que sería lo más vivaz de la resistencia india frente al dominio hispano. Que Huaman y Khatari usaban no ya español se descubre en que para publicar las cartas de éste hubiese sido necesario “españolizarlas”, y en que para hacer menos inaccesible la Nueua Coronica se la debe traducir a un romance accesible.

Huaman permite descubrir algún atisbo germinal como síntoma o posibilidad de una Literatura Americana, pues –lo que ya nadie ha intentado, y con jerarquía menos-, en él se constata la concurrencia colonial de las dos lenguas en que se enfrentan España y el Inkario; y que para devenir expresión nacional debe decidirse en unidad. En otras palabras: si América es una realidad genéticamente mestiza, la literatura americana debe ser idiomáticamente híbrida.

El español de Huaman se parece mucho al que empleábamos los vanguardistas del Titikaka, por atrás de 1924, malo por su naturaleza (tanto como el que se lee acá), bastante indio por sus modos y como el de aquel, horro de toda ciencia, menos por ignorancia –menos, digo- cuanto por lealtad con la expresión del indio en cuanto hombre. El de Huaman y el nuestro fue un español en el estado del romance cuando amalgamaba las influencias que le conformaban y no asimilara aún las substancias visigóticas que, según historiadores del hispano, habrían de darle las características que le diferencian del latín. Los idiomas indígenas carecen de artículos y preposiciones, y el indio al hablar el español de ellos le priva. A la larga le impondrá, como en el uso diario hace, literariamente, sus desinencias y declinaciones, hibridando las voces: asinita, elake, aquisito, maratito, aurita. Y allí sedimentará la posibilidad de un nuevo idioma, consecuentemente, de una Literatura Americana.

¿Cuántos vocablos indígenas de América obtuvieron carta de ciudadanía, no en el Sancio Sanctorum de la Academia, sí en el torrente del habla popular de España? Después de trazada buena parte de estos renglones, un erudito hispano de aquellos que migan la idea de una España tan americana como de una América tan española, como no hubiera infarto, en solemne oportunidad hispanoamericanista, y en discurso erudito y elocuente por cierto, nos dijo que en la “fabla” de Castilla actúan ya embriones americanos. Los indianos, con los tejos de oro, fruto de la depredación, llevaron consigo muchos. Ya no dijeron por sus retoños: los hijuelos; dijeron: las guaguas. Hablaron de la coca, la papa, el tabaco, hasta del Laykha, y embrujaron no poco su Padrenuestro. Ese gran hablista español, criatura de Teresa, don Miguel de Unamuno, es ya, casi, un español de América, por éstas y otras razones que darían para buenas gárgaras.

Es que a las cabeceras de un injerto idiomático se produce la interpretación, como en el engendro animal, de los dos elementos genitivos, y del maridaje sale la guagua. Entiendo que un Luciano, un Plauto, un Plotino, son el cordón umbilical del Peloponeso, su espíritu y su genio, y el Lacio de que se habría de nutrir el genio de Virgilio y, luego, el del Dante. No es éste el lugar donde tal fenómeno debe ser analizado, pero no puede menos de tenerse en cuenta la opinión de eruditos que ven en él algo así como en el barrunto de ese nuevo ser: el espíritu latino. En la metrópoli los gérmenes del conquistado se diluyen: Garcilaso, en las tierras aborígenes, se acentúan: Huaman. Sólo a esta condición se podrá hablar de Literatura Latina; y se hablará entre nosotros de Literatura Americana. El proceso no ha sido bloqueado en la Península, y por peninsulares; él es desviado de su cauce en América, donde afirmamos la vigencia de una Literatura Americana no por sus raíces americanas sino por el cosmopolitismo oceánico que rompe todo pudor y candidez a la expresión estética. Eso nuestro americanismo… que sea, si así lo impone el determinismo colonial. Pero ese americanismo no es americano.

De lo anterior no se saque que en El Pez de Oro se pretenda ofrecer el paradigma de ese nuevo idioma indo-hispano, y menos de uno medularmente americano; si como fruto modesto y honesto de una actitud que tiene la insignificancia y edad de su autor, apenas luce –menos por decisión literaria que hábito- incrustaciones indias más pintorequistas que sustantivas, intentos débiles por arrancar del cordaje hispano la melodía sanguínea. Pero que de intentos de esta índole surja al fin un idioma americano, a seguirse el buen camino de Huaman, si entiendo bien, será fruto de los escritores que lo intentan con genio y con amor de plebe.

No será por literario un problema meramente estético; si se busca acentuar una radical americana en la Literatura de América, tiene que comenzarse por acentuar menos que el paisaje la valoración antropológica. La verdadera capacidad estética de la América está en la sangre del indio y, por tanto, la forma de hacer estética americana es hacer de América un mundo indio; que será indio siempre, si la genésica de la cultura la suministra el habitante en cuanto naturaleza y fruto. Si no conciliamos las prerrogativas del criollo con las mayores del indio, y de éste creemos que sirve para más que menestral, covachuela, portero de hotel, pillaste electoralero, alcahuetista, mientras para aquél reservamos los dones de la arcangelidad, nunca tendremos un poeta indio, como en cuatrocientos años no hemos metido un santo cuprífero a las hornacinas ortodoxas, que no se escatimaron para negros ni amarillos. El indio no es un subhumano, si ya sabemos que las imbecilidades de Sepúlveda fueron aniquiladas en su mismo vitriolo; es sí un subnutrido a causa de los sobrenutridos que lo apalearon y lo apaleamos todavía en prosa y en verso. El gran poeta indio, que es don Franz Tamayo, decreta que de él se haga artesano, mecánico, tal vez práctico en ingeniería. Más no, ni se procure, filósofo o esteta, que todo lo que ve con las elaboraciones de la imaginación le está negado. Realmente, por mucho que se medite en tesis tan insólita se penetra en sus razones. ¿Es que el indio es un animal detenido en las subestructuras de la volición instintiva? ¿Por qué constituiría ese estrato inmoble, si todos los pueblos, y los más típicamente manuales, como el sajón, han sido fecundos en poetas y filósofos? Dígase que más útil es en pongo, y se comprenderá quién lo dice. Es indio lo mejor del pensamiento de Tamayo (como yo le sé); aunque sus vituallas mentales sean humanísticas y grecolatinas, no lo más valorizable en él, puesto que de valores de esa índole está abarrotado el templum mestizo. Vale lo que en él se explica como presencia de un sentimiento telúrico, por tanto, indio; que no es mucho en cantidad.

Se explica el yaraviísmo mestizo como predominio de la sensibilidad lacrimosa e inferior del indio; lo que es falso de la más tremenda falsedad. Las inhibiciones del indio se las señalan y estudian en los burgos; si se las buscan en su mundo no existen. El harawi en sus fuentes es un canto sacudido por sentidos pánicos de la vida, es agrológico y nupcial, posee más calidad erótica que sensiblera. El padre del yaraviísmo es el cholo de ojos lemúricos que no cabe en las ventoleras heráldicas. Ese encarpeta a su madre si es india y sólo llama a su corazón cuando siéntese poseído del pavor de la muerte. El indio sabe tres cosas claras; cuando callar, cuando llorar y cuando matar… ¡Y no tiene imaginación!... ¿Qué son la volición y la imaginación filosófica entonces? ¿Hay algo más en la tragedia griega?

Anota Garcilaso que en el Cuzco funcionaba escuela destinada a la educación de los hijos de nobles orejones sometidos al paternal yugo del Rey; y que cierta vez el sabio sacerdote que la regía, acariciando a algunos de ellos, seguramente de los más vivaves, les decía:

-¡Ay, hijos míos; y cómo no quisiera ver estas cabecitas brillando en Salamanca…!

En que el español, español, no es el sepulvedesco de nuestras lechigadas criollo-mestizas.

No hay literatura sin hombre.
Cuando las hermeneutas de la Literatura Americana confieren valores americanos a cualquier hispano nacido en estas tierras, por ese hecho fortuito, de que nadie puede acabar responsable, ni ellos; no ven que si hay una voz americana en la Literatura Española es la de Calderón de la Barca.

¿Qué esquiliano desgarramiento más americano que el del Segismundo de La Vida es Sueño?

¿Qué delito cometí contra vosotros naciendo?...

Afírmase que el gran poeta inspiró su tragedia en la del Inka Yawarwaka, el que lloró sangre. Es enteramente admisible; si ese grito vale por toda la literatura americana de todos los tiempos. Y si no es kuiko, y americano, no es griego, ni razones tiene para ser hispano. No de balde Calderón cometió pieza devocional a la gloria de la Virgen india. Es el contrapelo hispano de los Sepúlvedas.

Español es el numen de la Literatura Americana. Y por tan calderoniana razón es la literatura de la fuga. Jamás –en cuanto sé- obedeció al heroico destino del que engendra a costa de su vida. No hay Corteses en nuestras letras. De la misma manera que Francisco Pizarro, que pudo hacer áurea su majestad en el Cuzco, buscó el aduar junto a la playa (y la observación viene de un elocuente sociólogo titikaka) para escapar si el negocio se le tornaba tuerto, como a su socio el tuerto Almagro; la Literatura Americana es portuaria y de ventolina, a merced de las incitaciones de los meridianos mentales del viejo mundo, y ya bulevardiza, estepiza, niponiza, heleniza, y siempre en criollismo, nativismo, decadentismo, vanguardismo, realismo, naturalismo, acaba excéntrica, con desasimiento, que no sea en le pintoricismo episódico y vacuo, de la coordenancia india. Excluyó naturalmente de este juicio al Vanguardismo del Titikaka (el hecho más curioso e insólito de la Literatura del Perú en los últimos tiempos, según L.A. Sánches), que de vanguardista, en el sentido europeo, tenía pocas, o ninguna, condescendencias. Eran literatura y movimiento de entraña hominal, de adhesión humana, más allá de las inveracundas cofradías que nos atahonan.

Vemos el fenómeno en un gran poeta indio: Tamayo:

Al margen de sus valores generales, su poesía revela más que el disfuerzo por vestir la clámide helena, apurar destilaciones ya persas, ya tudescas.

Este es el monte del Titán excelso, y esta es la cumbre en que el dolor es éxtasis. La memoria del dulce Prometheo vaga aún por los riscos desolados cual la sombra de un sueño. Duermen mudos en la peña empapados que obsediaron los ecos de titánicos lamentos.
Mis plantas huellan como polvo vivido pavesas áureas de apolínea hoguera.
Conozco las proezas del Lirófobo.

No es un reproche a Tamayo, ni a los excelsos poetas hispanoamericanos que son lustre de la hispana literatura; pero de estos camafeos brilladores está empedrado nuestro andrajo. Vez hubo que en mi oscura torpidad creí ver en tales manifestaciones de exotismo mimético –esto sí típicamente americano- la presencia de un complejo de inferioridad. No era eso. Al contrario; es complejo de superioridad, trónica española. No se ha dado el caso todavía del esclavo que inspire admiración en su dominador, al extremo de sentirle identificado en el gameto. Si hacemos literatura social, la hacemos moscovita; y por ahí es que entendemos la tragedia del indio. Y tanto que esa literatura por lo general la hacen revolucionarios… decentes!

Al Diablo con la porra. No hay Literatura Americana porque no hay americanos.

Cuando Unamuno comentaba a Sarmiento, o a Hernández, (y no metamos en la colación a don Marcelino Menéndez y Pelayo, a Cejador Frauca, a Juan Valera, a los sesudos críticos, más americanos) sostuvo que uno y el otro eran escritores tan hispanos como los haya; y de los vernaculismos –cito sin libros – de Martín Fierro, que eran vascos, aragoneses, o chulos…

Y es que habría resultado donoso y ridículo que por americanismo arguyéramos que don Juan Montalvo no es un escritor hispano capaz de hombrearse con Cervantes, y no por la gallardía de su dominio de la lengua cuanto por el intersticial quijotismo del genio mental. Que el caso del Inka Garcilaso sea el mismo, no revelaría congruencia. De la Epopeya de España son cláusulas sus Comentarios Reales y la Florida del Inca (la Historia del Perú, el más sonoro epinicio de la Conquista). Su gracia fluida y el amaño lingual, castizo mosto hispano aunque sepa a lagares moqueguanos. Pero él tiene patria, viene de una raíz, se unimisma con un espacio. Por eso precisamente, si no fuera por las domesticidades de Teresa, su español no es ya engolado y pedantesco; contiene una vibración que no podría no ser ya hispana… Muchos nombres se le ha dado, pero es sólo quejumbre; no de indio, ni de hispano; que bien visto nada tienen ni tuvieron orejones y caballeros de quejumbrosos. Es la flor de una nueva naturaleza; el cholo, que es el mestizo del chulé, en el que caben todas las crismas, como en un rayo de luz todos los colores…

Garcilaso no tiene prole, a no ser el poeta de los yaravís arequipeños: Mariano Melgar, hermoso corazón atortolado, redimido en puma, muriendo con Pumakawa; más tampoco tiene prole que valga la pena. Es que una literatura de quejumbre sólo puede seguir a un pueblo de yugulados, carece de acto, de drama; no se arranca la espada del pecho, y aventando la sangre del corazón por la rotura, acomete al caballero ecuestre hasta romperle el gargüero con los dientes, como el gentil orejón en el sitio del Cuzco; no persigue estrangular al barbón llevando clavada la clava en la garganta, menos arranca los venablos de su carne para cargar el arco…

Lo más que podrá dar la quejumbre será obras de un romanticismo semita, como la María de Jorge Isaac, el poema erótico sustantivamente judío trasladado al ámbito español de América; o las estrambótica castidad castiza de Don Ramiro, flor de saudade (el yaraviísmo es eso: nostalgia) del criollo que añora de España como la mujer sin óvulos añora la maternidad, o se acongoja con ternura de mitimae… La voz del indio en la Literatura Americana tiene que poseer el destino de chuki y la galga, porque en tanto permanezca agrilletado en la cruz, su bramido puede ser un torrente de lágrimas; no tizana de eméticos.

Pese a todo, en el Inka Garcilaso hay un limo con sentimiento de patria, que en nosotros, por la simple razón de carecer de una, falta; que si de alguna reclamamos es del feudo apátriado que de nuestros padres barbones arrebatamos, sin derecho, y lo que es peor, sin ningún beneficio para la sangre india de nuestras madres, que si hicieron de barraganas de hidalgüelos (en qué grado el orejón que había en Garcilaso quedó en chulé sustantivo) y pecheros, de mulas parroquiales y siervas de fregar; las confinamos nosotros al lenocinio y, al último, a que conciban para los perros: si tanto es el rencoroso desprecio con que las hemos mirado y las miramos.

¡He aquí la América de peplos y miriñaques, americanos!.
Ricardo Palma, mago que descubrió la “lisura” limeña, menos hispana cuanto africanas, extracto colonial como más no pudiera el senecto amante de la Perricholi, no es menos español que Larra, por ejemplo. Al contrario, el castizo es él.

Y es que en América la génesis patricia –debe sabérselo desde acá-, no puede venir de las patrias coloniales, a causa de otro imperativo. Y es el de que la Colonia Española constituye la negación de la patria americana; por más que tabardillos sostengan que no sólo nos han dado naturaleza con llamarnos indios, sino que España menos conquistó América cuanto que la ha inventado.

¡No la inventó; la ha borrado! Y el borrador somos nosotros, criollos y mestizos, en quienes ni España vale lo que un cuesco, y el indio menos. Y es que España tiene que volver sobre España, al punto español, punto interno, atlántido; si cuanto hizo y hace es evaporarse como todo aquel que carece de espacio. Su expansión en el medio evo es delicuescencia, diáspora, fuga; fuga, diáspora, delicuescencia, en que también estamos los hispanoamericanos. Y si a las veces tratamos de afincarnos en España, como España trata de afincarse en nosotros, a lo único efectivo que llegamos, unos y otros, es a que las Colonias hispanas y la Metrópoli española sean ya colonias de otros países con mayor capacidad digestiva.

Que España siente que sus bases planetarias vacilan y se esfuman, se descubre en que para asirse de algo en la Península se ha dicho que la Madre Patria es, también, una nación americana! Si para oír eso se levantaran el Cardenal Cisneros, el Príncipe de la Paz, Ganivet, Costa, Unamuno, el Manco de Lepanto, los Luises, Don Juan Tenorio, Fray Gerundio de las Campazas, desearían que la muerte fuese una realidad, que, en ese caso, infortunadamente, no es: vivirían de la muerte de España; que mayor manera de no ser se registra en los bibliones de la historiografía del planeta.

Si los españoles ya no son españoles, sino americanos, lo prudente es que les brindemos acogida, en lo único que podemos ser: en indios. España se indianizará, que buena falta le hace. Sus indios están erradicados en Fuente Ovejuna; indio el flemático varón con testículos de Leviatán que es el Acalde Crespo, de la inmortal Zalamea. Esos entenderán en qué grado los americanos no podemos ser sino indios, o kuikos.

En la Runa-Simi, según el P. Mossi, el vocablo aborigen se traduce por la voz kuiko, con la que no ha muchos años se ofendía a los criollos bolivianos. Pues de aquí adelante los americanos llamémonos, y sintámonos ¡kuikos!, que esto tendrá dos virtudes no despreciables. En primer lugar, acabaremos con la boutade de los tratadistas hispánicos hábiles en hispanoamericanofilia, de que remoquetearnos indios fue darnos naturaleza; luego, y es lo primordial, que así sabremos que las moles eternas de Tiwanaku, Sillustani,. Kosko, las levantaron no los señoritingos de la clandestinidad colonial, si nosotros, en nosotros mismos, en indios, en runahakes…

Los españoles de acá, y los de allende, estamos ante el mismo conflicto hamletiano; ser o no ser. Colombroños del solar heráldico piensan que esta América es la España del rebrote, la España purificada en los estremecimientos virginales de la jungla, y que hacerse americanos es hacerse españoles voronofizados por las glándulas del salvaje; ignorantes de que las glándulas del salvaje en que creen, en las Indias son tanto o más linfáticos que en Castilla, con la agravante de que son glándulas sin perfil. Y en tanta medida que en los negocios literarios, -y en otros tan turbios como éstos- no obstante el españolismo radical, y en lo malo más que en lo bueno, que profesamos no se admite otra cosa que hegemonía olímpica, hecha no poco de desprecio por la mentalidad española; si ya se han dado escritores hispanoamericanos, que en no pizcas se nutrieron de su Romancero, que se negaban a abrir un libro si escrito en romance…

A pesar de todo eso, si nuestra literatura no es española, nada es. Porque americana de América, no; en manera alguna.

En tal punto el alud volcánico se dirige a la posibilidad Garcilaso, la posibilidad Huamán Poma o la posibilidad Ollantay. Si Huamán nos da el diapasón, nada tenemos que acometer que no sea jerarquizar el español hibrido que hablan nuestros pueblos; sí lo tercero…
Más, si la solución proviene de los Comentarios Reales la praxis huelga. Ella ha producido un genio, no Gracilazo, desde luego: Ricardo Palma. Ricardo Palma, que es el hijo más en cogollo de una hispanidad linajuda en sustancias populares. Desde este ángulo no sé a quién se le habrá de comparar; si a Benito Pérez Galdós, pero Pérez Galdós es a Ricardo Palma, en punto a genio estilístico, lo que sería el Padre Ojeda a Ercilla. Aislando ciertos elementos mentales, no le hallaría en España otro escritor a él comparable que no sea don Miguel de Unamuno; y aun así y todo el burilador de las Tradiciones Peruanas es más contorneado, más clásico, para decirlo de una vez, frente a un hispanista que es especialmente barroco como Unamuno, sin que ello implique demérito alguno para su genio. Y de allí ya tenemos para erigir la gloria de hombres como Cuervo, Bello, de escritores como Bolivar y Sarmiento. En ese panteón se alza como un Himalaya el autor de Martín Fierro y en las exequias no faltarán los payadores árabo-hispano-pampeanos del Plata.
¿Gracilazo será el Hesiodo de esa literatura Americana? ¿El nos transmitirá el deuterenomio de la ideología Incásica tal vez? En todo caso, y en ese caso, los cronistas españoles no son ya españoles, son americanos, como Ercilla, Oña, Caviedes. Y americaos son Thomas Moro y su utopía; y americanos son Chateubriand, de Benoit, Campanella, Mosen Verdaguer. Y le siguen nuestros grandes poetas: Darío, Chocano, Herrera Reisig, Jaimes Freire, Reynolds, Lugones, Eguren, Valencia… y Doña Barbara, Raza de Bronce, Sangre de Mestizos, El Mundo es Ancho y Ajeno, Los de Abajo y Don Segundo Sombra, pasan a ocupar ubicaciones estelares en nuestro mundo, ancho y ajeno.
Todo esto es, y en medida jerarquica, español y de España.
¿No hay la misma hilacha romántica en un Campo Amor, un Núñez de Arce, un Espronceda, y en los americanos Zorrilla de San Martín (y por su tabaré más que por su leyenda de la patria), Olegario de Andreade, -el cantor del cóndor-, Gertrudis de Avellaneda, así tomados al acaso? Ciertamente la hilacha romántica los identifica y la cadena de la lengua de la lengua los ataja y es que la única patria de esta literatura americana es el idioma español. Y en esto hay que tener también el orgullo de los pergaminos y de la hidalguía que el rey de España se dio a cambio de buenos doblones en los felices tiempos del Cori cancha y de sus enchapes áureos, y reconocerlo. A quienes en España sostienen que la poesía de Rubén Darío y la revolución que ella importa, son tan españolas como poesía y revolución de Boscan o Góngora fueron, no veo qué reparo pueda oponerseles.
Ninguno de nuestros poetas exaltó el mito americano con las trompas de Ercilla; pero sólo por cretinismo americanista se podría sostener que Ercilla es Chileno y producto americano. Ciertamente, sería, y es chileno, y producto americano; pero antes decidamos las fuentes: Chile es más que una provincia española. De lo contrario…ni las vernáculas fanfarrias de Chocano son más que hispanas, aún proponiéndonos el contrapelo quienes nos propalamos Kuikos, salimos del circuito hispano. Así en lo demás.
Sin embargo, lo mismo en México, que en Brasil, en Ecuador, Argentina, Chile o Venezuela, se ha dado una literatura que llámesela costumbrista, nativista, criolla, permite señalar la presencia de síntomas patricios. Síntomas, digo. En Perú y Bolivia sería indigenista por sus atisbos mágicos y arcaicos. En los demás, el acento, el sentimiento del color, del ritmo, el modismo provincialista, son irremisiblemente ibéricos, como ibérico es el hombre, llámesele roto en Chile, gaucho en la Argentina, mariachi en México o Cholo en el Tawantinsuyu….España fue echada por la borda, pero en qué medida! La conquista española profundiza su acción pseudomorfótica, ahora, sin Virreyes, enquista sus malos estilos, desaloja las bases étnicas americanas; si hoy no se daría el caso del hijodalgo sobrino de Ignacio de Loyola que desposó a una india. Al contrario, buscamos escupir esa podre para, luego, depurar la podre hispana en la podre gringa. Si la Española de los varones de Castilla volviese porque expulsara a los Pizarro y sus politiqueras secuelas, el indio sería su aliado: ¡en qué grado la Independencia Americana tuvo que ver con la Conquista de Indias!.

Las obras de Hernández, Güiraldes, Azuela, Rómulo Gallegos, Carlos Medinacelli (el gran novelista y pensador boliviano) y del cimero autor de Juan de la Rosa, epopeya del cholo, adquieren trascendencia como especimenes de la literatura hispana, son frutos logrados de su trasplante, señalan la inevitable expansión del idioma hispano como resultado del descubrimiento y conquista por españoles, de un mundo en que el orbe hispano alcanza universalidad y efectivo catolicismo. Le hablaban menos de treinta millones de individuos; es número alcanza hoy a quinientos. Tal literatura, y en escritores como ésos, que no son todos, lógicamente, absorbe elementos telúricos que no excluyen, sin embargo, españoles valores genéticos. Es aquí que la crítica –y desde tal específico enfoque- que había de Literatura Americana, debió establecer los grados de la simbiosis, bien que no para deducir la presencia de una literatura virtual y fisiológicamente americana, sí para señalar los elementos americanos que enriquecen, conforman, o deforman, en todo caso se aparean con el idioma hispano. Y es que nuestro caso, visto con seriedad y sin mestizos chauvinismos se halla condicionado al determinismo del idioma, que es el cosmos de toda literatura. Se sigue, que si el cosmos de la literatura de América es español, ésta no puede ser sino española, por muchos y variados que sean los gérmenes americanos que se le sumen, que harán más que fertilizarlo, como le fertilizaron ante godos, árabes, latinos, israelís, germanos…

Hay escritores como Jorge Icaza, José María Arguedas, Cardoza Aragón, de Ecuador, Perú y Guatemala, en quienes es notorio el latido de una naturaleza con raíz, son, con decisión indisimulable, desde el punto de vista hispano, deplorables. No, como posibilidades americanas; pues en ellos es sobre el idioma que recae la violencia expresiva de una personalidad que acabará por romper los tejidos idiomáticos, haciendo del romance una jerga cuasi bárbara, cuasi tan bárbara como la usada por Huaman Poma. No es necesario remarcar que autores como éstos elevan el barbarismo mestizo a categoría retórica, y que de proseguir en esa línea acabarán por animar el lenguaje indomestizohispano. Que esa literatura se consagre, problema es que depende del genio del gran escritor que con ella amase. Sin embargo, si se hallan en la corriente emotiva de las plebes, y la traducen e imbiben; también se hallan frente a mayoría que no va en esa dirección. Esa mayoría estará representada oficialmente por los millones de americanos censados como blancos y los cuales nada sienten del fenómeno. Su problema es romper la corriente y sojuzgarla, obligándola a seguir sus lechos; de lo contrario serán aplastados, l que, infortunadamente, ya se observa. La línea revolucionada y plebeya se debilita en algunos de ellos, y acabará por insumirse en la totalización amorfa y sin perfil… ¿A dónde iremos? Esa mayoría heteróclita no persigue de América sino lo que España: el oro. Y el oro ya no es del indio; es del trust supercapitalista y foráneo. El oro que retiene el indio es el que se llora. De allí a oficializar el caló saxo americano, hay paso. Será prudente, para admitirlo, no olvidar que las sardinas envasados influyen en los idiomas más que las Academias.

El deber para América es mantenerse en el centro del oro que llora; que sólo en oro fructifican las literaturas.

Acá se podrá comprender que si América ha perdido toda esperanza de expresarse en un idioma con patria, más que ocioso, es cretino, hablar de Literatura Americana. Debe hablarse de Literatura Española de América, y con más propiedad de Literatura Española a secas; queso en España se habla de Literatura Española de Vascos, Catalanes, Aragoneses, es porque hay vascos, catalanas, aragoneses que piensan y sienten, y producen, en lenguas aborígenes, y en temple agonal, que diría el hispano centrífugo que fue don Miguel Unamuno.

Nadie vio en el mugriento español de Huaman Poma, o Túpak Khatari, la dialéctica de una estética; ningún crítico tabuló la chaskhadera; se la dejó para los espectáculos del Thantakhatu; jamás se pensó en extraerla de las zonas plebeyas a que el alma americana fue confinada.

Una posibilidad de literatura americana quedaría resuelta (se entiende que para el área del Tawantinsuyo) si los escritores americanos pudiesen emplear el aymara y el kheswa. A ello se opone lo que no soltamos del legado hispánico: la trónica; que truene con más vaciedad ahora que España nos falta con el humanismo de Vitoria, el genio de Calderón, el romanticismo quijotesco del Padre Las Casas. Señuelos petulantes aquellos de que la Independencia nos independizó de España. De la España española, sí. No de sus porquerizos. Seguimos españoles en el sentido obsceno de la españolidad; esto es en madriñelismo curialesco (sostenerlo no infiere fosca alguna por la nobiliaria de los Madriles) o sea en pízarrismo híspido, bravucón y dipsómano. Ahora es que recién algo se aplebeya en nosotros. Y pocos hechos lo confirman tanto como ése de que practicando, mal, menos que bien, la artesanía hispánica en literatura, nos demos al hipo. Hay literatura noble y dignataria en América, seguramente, pero en tanto es de la noble y dignataria literatura española. El mundo americano permanece reducido al silencio del indio, que se conoce por estupidez de la raza; por lo que el Día de la Raza, que celebramos los americanos, nada tiene que ver con la raza americana. Que ese mutismo habrá de romperse un día, a juzgar de la magnitud de este mundo y de su proceso expansivo, no cabe dudar. Mas se romperá por el lado aristárquico de las ruinas americanas: por el indio, que es lo único con régimen en sí mismo, con raíz y cosmos.

El español tendrá que hibridarse rindiendo parias a Huaman Poma, o romperemos los atajamientos de Garcilaso, volviendo al aymara y al kheswa. Sólo entonces el punto de partida de Ollantay habrá encontrado continuidad. Y ya podremos hablar de Literatura Americana.
* * *
Es que América antes que fruto debe saberse raíz. Antes que al Porvenir su deber es mirar al Pasado: pulsarse a sí misma; sin que le acochinen gollerías como ésa de su infantilidad. No hay universos infantiles, fuera –lo que siendo abstruso enseñan los sabios- del orbe galáctico. Gran poeta desvertebrado, dijo: Toda juventud es sólo una vejez que se renueva. Sabía por qué lo decía, pues murió viejo, y en viejo se supo joven y viejo, intemporal. Y eso es paradoja; que en este punto del fenomenismo cósmico, no hay juventud ni vejez en nada ni en nadie. Necesariamente, el hombre de hoy es el de ayer. Acá, en nosotros, debe hablar El.

No obstante las animosas diligencias de Ameghino y de otros palentólogos se llega a la conclusión de que El no se ha dado en suelo americano. Nosotros también, somos hijos de la grosura de la mar: Wirakhochas. El no es otro que el Pithepecantropus erectus, cuyo paso por parte alguna de América está señalando, menos el de su abuelo el mono catirrino, si es que –es un sentir- no se ocultan en los bosques amazónicos. En cambio hánse reconocido restos de un dolicocéfalo cuya procedencia necesariamente tiene que referirse a la Atlántida –si los sabios saben-, dolicocéfalo descendientes de chimpancés, que habitó el continente europeo, y a quien Topinard cree un neanderthaloide. Quedando – como más de un erudito estima- el problema reducido a decidir si la cultura cuaternaria vino a la Preamérica, o fue de la Preamérica que se difundió. Como es fácil descubrir, lo uno, o lo otro, imponen la necesidad de un puente.

No se nos escapa que este planteamiento, acá de significación meramente literaria, sin hipocientismo alguno, se consigna en cualquier monografía de la materia. Y que ya Antonio de Ullos, no menos Morton, que Herlicka, pero D´Orbigny, sostuvieron que el hombre americano pertenece a raza de características morfológicas comunes, siendo algunos de opinión que no sólo las migraciones utilizaron rutas oceánicas, o el Estrecho de Behering, sino que la dialectología americana revelaría, que los idiomas aborígenes andinos responden a tronco de genética tártara, en cuyo abono afirman que el kheswa es lengua típicamente siberiana. Así estimados los movimientos culturales se habrían producido partido de Alaska y costas del Pacífico; lo que, además, ha permitido la hipótesis de que el misterioso núcleo de Tiawanaku constituya mero desprendimiento de los Mochikas, y no a la inversa, como se cree.

En general, la tesis encuentra opositores, no por apasionados menos agudos, en el sabio polemista boliviano Belisario Díaz Romero y el no menos sabio tiwanakólogo profesor Posnansky. Y si en estudio, por muchos conceptos vertebral, fundamenta aquél la necesidad de referir a los atlantes la construcción de Tiwanaku, éste exige para los chollas el reconocimiento de singularidades antropológicas en manera alguna comunes a las razas mongoloides que se ven distribuidas en casi la totalidad del área continental, confiriéndoles rol de sucedáneos de la cultura tiwanakota, cuya lengua, -el aymara-, se expande a lo largo de las Américas, como sostienen topólogos de la importancia de Villamil de Rada, Luis Soria Lenz, bolivianos, y el peruano Washington Cano.

En los campos de la filología las conclusiones podían ser menos que contradictorias. Y hay quien se inclina por el parentesco de aymara y euskherra; lo que es tan viejo como la tesis de Patrón, que ve en el súmero o la de Polo, en las babilónicas, el origen de las lenguas andinas. Y si Villamil de Rada consentirá en tilde que Vasconia arrebate al Khollasuyo la progenitura de La Lengua de Adán, no únicamente dos, en Europa, y fuera de ella, como el argentino V.F. López, sostienen el posible origen ariano de esas lenguas. El mismo maestro Tamayo, poliglota de vastos recursos, prometió tentar un día el estudio psicológico de las grandes lenguas autóctonas de América y su posible parentesco, sustentado, que es en esas venerables reliquias donde se puede encontrar aún restos de la grande antigua alma americana.

¿No hay, acaso, cronista de la Colonia, y más de uno, que habla de escritura fenicia encontrada en el área mística de la Isla del Sol? Todavía hoy, ora en Chile, Perú, Brasil o Centro América, se propalan descubrimientos de esta índole; y será más que majadero atribuirlo al mal de San Vito tan propio de la imaginística criolla. Se observa más bien que ni la imaginación ni la ciencia hispanoamericana dan para el provechoso enjuiciamiento de tales mensajes. Por otra parte, los vestigios de tales mensajes. Por otra parte, los vestigios de posibles influencias egipcias, tan manifiestas en ciertos estratos tiwanakotas y mayas, aparecen al lado de otras visiblemente asiáticas. Es vulgar que la escritura de kipu –contabilidad, mnemotecnia, estadigrafía- se usaba entre los chinos, y se la encuentra en Melanesia; como entre nosotros de pronto escritura cínica en cacharros de la zona Nazca.

Acabaría con hesitaciones de todo género, si alguna investigación con medios y autoridad se dirigiera a rastrear las fuentes del Inkario, allí donde se estima se hallan. Y no tanto para servir objetivos meramente historiológicos, en servicio del hombre; si a éste le conviene saber, si, en efecto, hay puente biológico que une Nuevo y Viejo Mundos; y si por él discursaron los hombres que hoy se miran así mismos como el hecho crítico de la naturaleza humana.

Fuérzase aceptar que hasta ahora todo se redujo al beneficio de coincidencias más o menos lógicas sin resultado terminante.

No sutilicemos –lo hemos hecho tantas veces- con la presencia de mitos el de Tupa, Tumi, Tomé, Thunupa, hombre barbudo y evangélico que diseña era de mesianismo rupestre, y eso en Sud, Centro, Norte Américas (huellas labradas en piedra le halló en Puno el arqueólogo Belisario Cano); menos hagamos súpito el hecho de que los Inkas llamaran Wirakhochas a los Conquistadores a causa de las barbas, distintivo del dios de ese nombre que veneraban en Kacha. Miremos al fenómeno que importa, en sí, el Tawantinsuyu.

No porque pretendamos colgarle ridículos abalorios, si porque en su elementalidad conduce hechos que importan, en los órdenes político y moral, sobre todo, conquistas a que habrá de derivar la civilización, si, como es desearles, supera los extravíos que la han puesto en la ceja de un abismo, conviene establecer si el Tawantinsuyu puede aún constituir solución para la América y para el hombre.

¿Ha destruido una horda la Civilizacióin Occidenta al pulverizar el Inkario? Spengler estima que fue devastado por ola de facinerosos. ¿Podrá descubrirse en su historia el bersogniano élan vital? El suyo es el último estrato de cultura cuyas raíces desaparecen. Si de acuerdo con los más autorizados cronistas hispanos, su duración apenas supera los cuatrocientos años (señálase en Thunupa la presencia de apóstol de Jesús tras el Espolio), debe estimarse si en ese lapso pudo fecundar cultura de tan profunda eficacia, de tan sabia sencillez proviniendo del ayllu punalúa, o algo así. Sus realizaciones materiales no tienen semejanza; y se las mire en la ingeniatura de regadío, en los sistemas camineros, embaldosados todos, que vencen alturas acérrimas, desafían el anegamiento de los marinos arenales, violan el laberinto de los bosques. En el orden político constituyen el primer gran imperio que no conoce el hambre, ni deriva al militarismo y es, no obstante, sociedad de guerreros. La fortaleza de Saksaiwaman, considerada por estrategas europeos maravilla del planeta, sería desde el punto de vista de la defensiva estática, arcaico precedente de la Línea Maginot, como ésta invulnerable en tanto afronta hombres y no avalancha de tifones. ¿No comenzó la era atómica con los arcabuzazos de la Conquista? Los capitanes del Inkario sentían que peleaban con el rayo y que un fuego nuclear los abatía.

¿Es que, acaso, en el Inkario se caracteriza una estación de la naturaleza humana, frente a otra de locura demoníaca?
Ellos nada crean –y lo dicen-; hacen más que restablecer régimen preexistente. Sólo para alzar Saksaiwaman habrían requerido milenio. Es, pues, deber preguntarse: ¿a quiénes sucedieron los Inkas? Si el hombre conoce otro camino que el de sus trajines, y cultura infiere proceso, hay que convenir que constituyen mugrón de estado socialmente superior de convivencia humana.

Su genio político carece de paralelo en el Continente. Para encontrarles semejanza hay que acudir a los romanos. Van a la guerra no al saqueo; delante sus gloriosos Chukis, avanza el núcleo civilizador, consistente en expertos en agricultura, ganadería, metalurgia, industrias familiares, administración. Los romanos, con los pendones del Águila Cesárea, llevaban pedagogos. Trasladaban poblaciones con el sentido de quien mezcla la tierra buscando equilibrar sus valores vitales. En puridad, como los romanos, carecen de religión del Estado y permiten el politeísmo; antes que prisioneros, cuando someten un pueblo, cargan con sus dioses, lo mismo que con Venus y Príapos hacían los romanos, permitiendo la pacífica convivencia de los númenes. Y, así estimada, su heliolatría, es heliotarquia, política antes que teología; por lo que, sin constituir cisma, entre los Orejones se dan escépticos volterianos.
De la misma manera que en la Hélade todo lo que no es incaico es considerado bárbaro, pues se reconocen –como el sumerio- derecho de soberanía, por el Sol, sobre los cuatro límites del mundo. Practican, y en reducida escala, el comercio de trueque, pues el abastecimiento está sistematizado y se regula en los tampus imperiales, esperdigados en el haz de la tierra americana. No llegan a la dinámica nuclear del capitalismo, o la huyen; por tanto se desconoce el infierno social. Sitian al enemigo durante meses, y hasta años, más le sitian con presentes, embajadas, música, danzas, para inducirle a aceptar el sistema providente del Hijo del Sol. Y en esto hacen consistir la superioridad de su cultura; pues luego atienden a imponer sus coordenadas vitales: la tierra se reserva para quien puede ser marido de una mujer y padre de sus hijos; y por cada retoño debe acrecentarse el área de cultivo. Fuera de esto el Inkario constituye el primer Imperio Histórico de Trabajadores; lo son el Inka, el funcionario, el intelectual, el sacerdote. Su destino político mira al hombre. He aquí su elam histórico.

Cuando esta sintomatología sea observada a la luz –mientras disponemos de otros medios de disección anatómica- de las leyes de los Reflejos Condicionados, que deben ya aplicarse al examen histórico, por cuanto sus complejos son, también, fisiológicos, y, responden a los mecanismos de la materia, se descubrirá que la marcha incásica a la unidad, si todo organismo tiende a sus formas, es la marcha del pasado incásico.

¿Algo semejante es dable señalar en el México precortesiano? ¿Los mochicas permiten atribuirles tales concepciones? Morfologías ésta del imperio incásica son causa del asombro de sabios y no menos del desconcierto y dificultad para ubicarles en el estrato de la barbarie. Para quienes rastrearon con algún beneficio en conclusiones de arqueólogos y etnólogos sistemáticos –por otra parte respetabilísimos- como Morgan, y confutaron sus conclusiones con la dinámica incaica –no cancelada por cierto- resulta casi monstruosa la simplicidad de métodos que se han empleado para generalizar el proceso social de los diversos grupos americanos. Para ellos, el Inkario, constituye desenvolvimiento superior del clan.

Los Inkas no parecen desprenderse de la horda. Como sistema caracterizan una reviviscencia, tanto que toda evaluación filosófica de su realidad aparece utopismo sentimentaloide, de ese que anegó al hombre al descubrir más allá de las Columnas de Hércules la presencia de un Mundo nuevo. Más la realidad debe vencer utopismos y también majaderías. Se sostiene que el idioma doméstico del Inka era el aymara, porque, evidente, no era el kheswa, lengua general: no lo sé. Siento que los Inkas son sucedáneos de la cultura atlanta, y que en algún punto pudieron hallar parentesco o relación con la cultura del Summer.

Verdad se muestra como sano corolario de estas inducciones: si el Inkario no importa lo que Vico llama ricorsi de cultura ancestral, constituye problema histórico insoluble.
Tal interna corrivación de linfas induce a admitir que el mito americano tiene raíces sólo en ese foco irradiante; y si raíces, no mito.

No se me diga que estoy descubriendo Mediterráneos, si hasta a los americanos de América nos consta que cuanto acá se anota ha sido estampado antes en uno u otro sentido. Y por quiénes: Aristóteles, Virgilio, Plutarco, Heródoto, pero Humboldt, Virchov, Oviedo, Paracelso, el Libro del Mormón. Y paremos la cuenta, que es longa.

Antes que caldeos, chinos, egipcios, coetáneos acaso de los sumerios, vendrían a ser los hombres que labraron las simbologías de Tiwanaku, o la sagrada traquita de Sillustani; y el suelo Preamericano teatro de una cultura, que, según sacerdotes egipcios confesaron a Solón, consideraban superior y más vieja. Y, sobreentendido que la Atlántida sea una realidad estatigráficament comprobable, como parecen haberlo establecido exploraciones submarinos realizadas por hombres de ciencia europeos y norteamericanos, si bien se aduce el reparo de que para dar validez a sus conclusiones, sea previo aceptar que la posición del eje de la tierra debió ser otra (E pur si muove); esa cultura es la cultura atlanta. Y el atlanta el homo sapiens americano. Todo lo cual ha sido registrado sobre firmas de sabios.

Sobrevino el hundimiento y con él la dispersión. Y he aquí la causa para el impenetrable misterio y el hesiódico origen de los Inkas; fundamental argumento, por otra parte, que nos aconseje suponer que en el fondo del Titikaka ruinas de viejas ciudades atlantas duerman el sueño de los milenios.

Pues bien. También ruinas de viejos atlantas duermen en el americano de América sueño milenario.

Entre esas ruinas fue a buscar escenario El Pez de Oro para escudriñar las raíces de su trino, que viene a anunciar que no es muriendo como se vive; y que morir de América no es estar en América; sino fuera de ella.

En un trino comienza la alborada. Perentorio será localizar el punto canoro de una cultura para conocer al hombre y su naturaleza en la historia.

Al hombre debe hallársele en la cuerda, el gorjeo, o la Khaswa, átomos sanguíneos de su discurso vital. En la célula.


(*) Seudónimo de Arturo Peralta.

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